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El infortunio de Amenábar

  • Marta Lismán
  • 28 oct 2021
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 29 oct 2021



Me preguntaban en Facebook si podía escribir sobre series. Y yo, que no soy una entendida en cine ni sucedáneos, ni me veo capaz de hacer críticas cinematográficas por muy subjetivas que éstas sean, me paralicé un poco ante la petición por desconocimiento del medio y por lo inabarcable del tema. Pero poco después se me concretó la faena y me pidieron que escribiera sobre la miniserie La Fortuna, una producción de Movistar+, dirigida por Alejandro Amenábar.


Reconozco que últimamente busco tres pies a cualquier gato y que veo leyenda negra en toda cosa y a cada momento y, por este motivo, intuí, no sin miedo a acertar, que el director de Ágora, ése que no sintió ningún cosquilleo estomacal al ver a la Loba Capitolina en un plató de rodaje ambientado en el siglo IV, bien podría plagar de desaciertos -negrolegendarios o de cualquier otra índole- la susodicha serie. Y lo digo porque si alguien tiene tan poco rigor histórico como para colocar a la Luperca medieval en pleno siglo IV, le veo capaz de regalarnos tanto una cálida escena de Hipatia leyendo a Platón en una tablet de madera de acacia, como una fragata española transportando un cargamento de esclavos mayas y doblones de oro con destino al puerto de Cádiz. Todo es posible cuando uno escoge un hecho histórico para hacer un filme, aunque lo más probable es que acabe en el menú de ciencia ficción de Netflix.


Como soy magnánima -y muy inocente también-, quise concederle el beneficio de la duda a Alejandro, a pesar de que en una entrevista dijese que La Fortuna es "una defensa, en el buen sentido, de lo patriótico". Empezamos bien. ¿Acaso existe lo patriótico en un mal sentido? Según la RAE (ya sabéis lo que me gusta consultar la RAE) patriótico es lo “perteneciente o relativo al patriota o a la patria” y patriota es aquella “persona que tiene amor a su patria y procura todo su bien”. ¿Puede alguien decirme por qué el cineasta chileno de apellido vasco siente la necesidad de defender lo patriótico (referido a España, en este caso) en el buen sentido como si hubiese uno malo? No es que yo busque tres pies al gato, es que a algunos se les ve tanto el plumero que parecen pavos reales en pleno cortejo.


¡Y esto cuando todavía no había visto ni el primer capítulo!

Pero vayamos a la serie, después de vistos 5 capítulos, e intentando no hacer spoiler.


El primer capítulo se podría resumir en una ridiculización del funcionariado español. No es que yo esté de acuerdo con el exceso de funcionarios de nuestro Estado que asciende a un total de 2.710.405 (Fuente: el Boletín Estadístico del personal al servicio de las Administraciones públicas de enero de 2021) o que me parezca bien que estos trabajadores no puedan ser despedidos -trabajen más o menos, mejor o peor- mientras el resto de los mortales sí. Pero una cosa es ésa y otra muy distinta es que en la serie se ridiculice por igual a cualquier cargo público o funcionario español, alimentando la leyenda negra -y aquí vamos al lío- de que éste es un país de pandereta, que esto es tierra de vagos, de indolentes, de incultos, que no tenemos remedio y que nos merecemos lo que tenemos.

El guión refuerza esa idea de la “España de charanga” de Machado, esa “España especialista en el vicio al alcance de la mano”. Son famosas las dos Españas del poeta sevillano: la que despreciaba sin piedad, “vieja y tahúr, zaragatera y triste”; y esa otra que nace, “una España implacable y redentora, España que alborea con un hacha en la mano vengadora, España de la rabia y de la idea”. Y tal cual son los protas de Amenábar: Álex, un chiquillo pijo, un poquito flojo, suponemos que niño rico, hijo de un agregado militar, recién salido de la escuela diplomática, primero de promoción; y Lucía, de izquierdas, que ve fachas hasta debajo de las piedras y que, hacha en mano, insulta sin filtros, pero porque es entusiasta, guerrera, idealista, mujer moderna y bisexual… Por si no queda claro lo que cada uno representa nos lo explica Lucía: “Yo a la gente la veo de dos tipos: conservadora o progresista. Ese es el eterno choque de fuerzas, ¿vale? Y es que las propias palabras te lo están diciendo. Conservador: conservas, te mantienes, te refugias, te quedas en el pasado… Progresista: progresas, avanzas, miras hacia el futuro…”. Y el pobre chaval que escucha respetuosamente la bofetada, por no discutir, por deformación profesional, por flojera, por cobardía o porque realmente acaba convencido, claudica: “Tienes razón, soy un carca”.


Y así continúa el guión, sin darnos un respiro: “Pues las pifias de siempre, que esto es España” o “si es que este país es la hostia” o la no menos hiriente: “Joder! Esto es una vergüenza” a gritos, dentro de un cuartel de la Guardia Civil. De esta guisa, incidiendo y regodeándose en la España de la chapuza y la picaresca, Amenábar defiende lo patriótico, pero, ¡eh, ojo! en el buen sentido.

Y a esta leyenda negra contemporánea en la que los españoles estamos abocados a odiarnos y sólo compartimos nuestro amor por la siesta y la fiesta, se le suma la otra leyenda, la de siempre, la del XVI y siguientes, la de holandeses luteranos, ingleses protestantes, italianos acomplejados y la del sursum corda. “¿Ustedes saben lo que traían pa’ España esos cuatro barcos?”, pregunta Horacio Valverde, un ex legionario retirado gaditano, sucio como perro callejero, raído, mal afeitado y descamisado que vive en una casucha que eleva a nivel de palacete una favela de Barrio Medina. Lucía le responde: “Claro que lo sé: dos millones de monedas de plata y oro. Plata y oro traído de todas las regiones de América”. De primero de leyenda negra. El legionario facha continúa contando la historia de La Fortuna (Nuestra Señora de las Mercedes, en la vida real) y cómo después de su hundimiento “los españoles se rindieron y los ingleses se hicieron con el botín. El ataque fue tan deshonroso que Godoy no pudo mantener a España neutral y acabamos en guerra con Inglaterra. Y el resto, señores, es historia. En Trafalgar perdimos para siempre el imperio de los mares”. Ni el personaje facha se libra de desprestigiar a España.


La serie va avanzando por este derrotero, rumbo fijo al precipicio, viento en popa. Y los detalles dolorosos se van sucediendo como las espinas en los tallos de un rosal. Con personajes que parecen salidos de la 13 Rúe del Percebe, bobalicones, pícaros, incultos, mezquinos o cobardes, se teje una trama carente de ritmo, de interés o de un mínimo rigor histórico, plagada de tópicos y clichés sobre lo que España fue, es y será. Si bien la impresionante Historia de España convertía en coser y cantar un guión épico, Amenábar ha dejado escapar esa oportunidad y nos ha regalado frases como que “cualquier nostálgico de nuestra grandeza imperial desearía encontrar La Fortuna, y más un facha como éste”. Y quizás sea así como vea Amenábar a los españoles que amamos nuestro país, como nostálgicos de nuestro imperio, cuando en realidad, sólo estamos apasionadamente orgullosos de nuestra Historia, de nuestros logros y de lo que fuimos.

No tengo vida para explicar la previsible decepción que me ha producido esta serie. Podría seguir este post y quintuplicarlo porque detalles deleznables tiene para no acabar -como llamar insistentemente a los territorios españoles de Ámerica, ¡colonias!- pero ¿para qué malgastar teclado? Así que, aquí lo dejo. A falta del capítulo final, que espero con la misma efusividad que un caracol saca sus cuernos al sol y el mismo frenesí de un berberecho durante la cópula, éstas son mis impresiones absolutamente subjetivas y, por supuesto, discutibles sobre la desafortunada -¡desafortunadísima!- microserie.

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